Tras un tiempo sin escribir en el blog, me gustaría compartir esta reflexión sobre un tema que considero de vital importancia tanto en los mercados financieros como en la vida misma: la diferencia entre valor y precio.
En palabras de Antonio Machado, todo necio confunde el valor con el precio. Pero ¿qué implicaciones tiene exactamente esa frase? Empecemos por la parte más fácil: el precio. En pocas palabras, el precio es la asignación de un importe para realizar un intercambio entre varias partes. Importante, entre varias partes.
Y es aquí donde entra en juego la definición de valor, un concepto mucho más etéreo −permítanme el giro poético por haber empezado hablando de Machado− pero, al mismo tiempo, con mayores implicaciones. Y es etéreo, sutil, porque se puede otorgar un valor distinto a la misma cosa, dependiendo de la persona, momento o circunstancia. Aterrizando estas palabras en ejemplos, no tiene el mismo valor una botella de agua para un individuo que esté dentro del ambiente y la comodidad de su casa que para otro que se encuentre en el medio del desierto tras varios días sin haber bebido nada. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar el primer individuo por una botella de agua? Y, ¿el segundo individuo, donde su vida estaría en juego, por esa misma botella? Es indudable que el valor otorgado al agua, en estos casos, es significativamente diferente. Esta es la manera, un tanto extrema quizás, en la que se fija la demanda de algo, en nuestro caso una botella de agua.
Pero para que se produzca un intercambio y se determine un precio, es necesaria una contraparte que esté dispuesta a vender botellas de agua, es decir, la oferta. Supongamos que otra persona tiene un excedente de agua, por tanto no la valorará tanto, y que estaría dispuesta a venderla para obtener algo a cambio. Si este persona valorase cada botella de agua en 1€, debería estar dispuesta a venderla siempre y cuando le ofrezcan un precio superior. Recuperando a los protagonistas de nuestro ejemplo anterior, el individuo en su casa podría estar dispuesto a pagar 3€ por una botella de agua; mientras que el desdichado que se encuentra en el desierto pagaría todo lo que tuviese por un solo trago −vamos a redondear esta hipérbole en 100€ por la misma botella−.
Analicemos qué sucedería si finalmente y sin atender a razones ni a la logística del caso, se fijase el precio para la botella de agua en 2€:
- El vendedor (que la valora en 1€): le estarían ofreciendo un precio por encima del importe en el que valora la botella y al venderla, obtendría un beneficio de 1€ con respecto al mismo.
- El individuo en su casa (que la valora en 3€): estaría dispuesto a comprar la botella, por lo que obtendría un beneficio de 1€, que es la diferencia con el valor que le daba.
- El individuo en el desierto (cuyo valoración es inimaginable, pero que hemos fijado en 100€): también estaría puesto a comprar la botella de agua, aunque no tengamos claro como se lo harían llegar, y obtendría un beneficio de 98€, además de salvar la vida.
Se podría realizar el mismo ejercicio fijando el precio de la botella de agua en 10€, y los resultados serían muy parecidos con la salvedad de que el individuo en su casa no estaría dispuesto a comprarlo, ya que el precio estaría muy por encima del valor que le otorga. Sin embargo, tanto el vendedor como el individuo en el desierto estarían dispuestos a realizar el intercambio y los dos obtendrían beneficios con respecto al valor que le otorgan a la botella de agua.
Del ejemplo anterior se puede concluir que un intercambio se producirá siempre y cuando el precio se sitúe entre el valor que le otorga la parte vendedora y la compradora, generando un beneficio para ambos. Si este beneficio no se produjese para al menos uno de ellos —debido a que el precio que se trata de fijar fuese demasiado alto o bajo— la transacción no tendría lugar, como ocurre en el caso del individuo en su casa al que le ofrecen la botella de agua por 10€. Pues bien, todo este proceso sucede en cualquier compraventa, intercambio, transacción o prestación de servicios que se lleve a cabo: al comprar un coche se fija el precio; al alquiler un inmueble, la renta; al ver un partido de fútbol, la entrada; al pagar a un abogado, sus honorarios; al contratar una hipoteca, el tipo de interés; y así podemos seguir todo lo que queramos.
Pero me gustaría hacer especial hincapié al mercado bursátil, donde todos los días se compran y venden acciones por cientos de miles de millones. Básicamente, el razonamiento a la hora de llevar a cabo una inversión es el mismo: creer que las acciones de una empresa valen más que el precio al que cotizan y que acabarán subiendo y generando una plusvalía. Al desinvertir, sucede igual pero en el sentido contrario: creer que el precio de las acciones es superior al que debería tener y por tanto, pensar que van a bajar. En ese momento, en el que un inversor da una orden de compra —porque ve potencial— y otro ordena la venta —porque cree que ya se ha recogido todo el valor— se produce la transacción y se fija el precio. Distintas valoraciones, pero un mismo precio en el que, ambas partes, piensan que obtienen un beneficio de la misma.
Por ello, el análisis del mercado bursátil no debería centrarse en analizar el precio, su evolución y qué está haciendo el mercado; sino por el contrario, se debería analizar el valor del negocio, su perspectiva y posteriormente compararlo con el precio de cotización. Si se obtiene un valor superior a dicho precio, incluyendo un margen de seguridad, se debería comprar; y está claro qué hay que hacer si es inferior. A grandes rasgos, en esto consiste la técnica de inversión valor, o value investing que han llevado a cabo grandes inversores como Warren Buffet, Peter Lynch o en nuestro país Francisco García Paramés y Álvaro Guzmán. Con este enfoque, diferenciando claramente el valor del precio, han tratado de obtener rentabilidades recurrentes, y parece que hasta ahora lo han conseguido.
Ahora bien, cómo fijar el valor de las cosas, y de las acciones en concreto, es motivo de otros artículos.
JP.
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